Todos los días, Juanito volvía andando de la escuela por un verde y delicioso valle, en el que crecían las campanillas y pacían las ovejas. Siempre iba silbando. Juanito sabía silbar más canciones que todos sus amigos; se acordaba de todas las canciones que escuchaba porque había nacido en un molino, en el momento justo en que el viento cambiaba del sur al oeste. También podía ver cómo soplaba el viento, y esto es algo que muy poca gente puede observar.



Un día, al caminar hacia casa por el sendero, Juanito oyó al viento del oeste que se quejaba y suspiraba.

-¡Ay de mí! ¡Ay! ¡Oh, soplar y resoplar! ¡La he olvidado!

-¿Qué es lo que has olvidado, Viento? -preguntó Juanito, volviéndose para mirarlo. Estaba pardo, azul y tembloroso, y tenía manchas doradas.

-¡Mi canción! ¡He olvidado mi canción favorita!

Juanito silbó una melodía y preguntó al viento:

-¿Es ésta tu canción?

El viento se quedó encantado. -¡Sí! ¡Esa es! ¡Qué listo eres, Juanito! -y revoloteó a su alrededor, jugueteando amable y despeinándole.

-Te haré un regalo -dijo, y siguió cantando la melodía que le había silbado Juanito-. Será un tesoro: una llave de plata y un rizo de oro.

Juanito no sabía para qué podían servirle estas cosas, de modo que se apresuró a decir:

-¡Oh, no! Por favor, preferiría un arco iris para mí solo.

Y es que, con frecuencia, en el cielo de aquel valle salían preciosos arco iris, aunque para Juanito siempre desaparecían demasiado pronto.

-¿Un arco iris para ti solo? Es difícil -dijo el Viento-. Muy difícil. Toma un cubo y ve caminando por el campo hasta que llegues al Salto del Pavo Real. Llena el cubo de gotas de agua. Tardarás bastante. Pero cuando lo tengas lleno, encontrarás dentro algo que puede darte un arco iris.

Por suerte, el día siguiente era sábado. Juanito cogió su almuerzo y un cubo, y caminó por el campo hasta las cataratas, llamadas "Salto del Pavo Real", en donde el agua, al saltar por las rocas, formaba unas gotitas que resplandecían con unos colores maravillosos, como los de un pavo real.

Juanito permaneció todo el día en las cataratas, recogiendo con el cubo las gotas de agua. Por fin, ya cuando se iba a poner el sol, tuvo todo el cubo lleno, justo hasta el borde. Entonces vio dentro del cubo algo que se movía de aquí para allá, y que relucía con los brillantes colores del arco iris.

Era un pececillo.

-¿Quién eres? -dijo Juanito.

-Soy el Genio de la catarata. Echame otra vez al agua y te recompensaré con un regalo.

-Sí -dijo el niño-, te echaré al agua, pero, por favor, ¿puedes darme un arco iris que me quepa en el bolsillo?

-iHmmm! -dijo el Genio-. Te daré un arco iris, pero no es fácil de guardar. Creo que ni siquiera conseguirás llevártelo a casa. Pero si quieres uno, aquí lo tienes.

El genio saltó del cubo y se sumergió en la cascada.

Entonces salió de las gotas de agua un arco iris, que fue a posarse en el cubo de Juanito.

-¡Qué maravilla! -exclamó. Tomó el arco iris con las dos manos, sosteniéndolo como una bufanda, y se quedó admirado de sus brillantes colores. Lo enrolló con gran cuidado y se lo guardó en el bolsillo. Luego emprendió el camino de regreso hacia su casa.



Al atravesar el bosque oyó que alguien lloraba, escondido en un rincón oscuro entre los árboles. Se acercó para averiguar qué era y vio a un tejón que había caído en una trampa.

-Querido niño -gimió el tejón-, déjame salir, o vendrán los hombres y los perros y me matarán.

-Me gustaría ayudarte, pero para abrir esa trampa necesitaría una llave.

-Con la punta de ese arco iris que veo en tu bolsillo podrás forzar la puerta.

Y así fue. Cuando Juanito empujó la punta del arco iris entre los bordes, la trampa se abrió y el tejón pudo escapar.

-Muchas gracias, muchas gracias -masculló, y desapareció en su guarida.

Juanito enrolló de nuevo el arco iris y se lo guardó en el bolsillo. Pero los afilados dientes de la trampa habían rasgado un gran trozo del arco iris, y el trozo se disipó.

En el lindero del bosque había una casita en la que vivía la vieja señora Benita. Tenía muy mal carácter. Si por casualidad caía una pelota en su jardín, la cocinaba en el horno hasta convertirla en carbón. Y todo lo que comía era de color negro: pan quemado, té negro, aceitunas negras. Llamó a Juanito y le dijo:

-Oye, chico, ¿me das un pedacito de ese arco iris que te asoma por el bolsillo? Estoy muy enferma. El médico me ha recomendado un pastel de arco iris para curarme.

A Juanito no le apetecía nada darle un pedazo de su tesoro, pero la mujer parecía muy enferma. De mala gana entró en la cocina y ella cortó un gran pedazo de arco iris con un cuchillo de pan. Luego preparó una pasta dura con harina y leche hervida, añadió el trozo de arco iris y cocinó la mezcla. Dejó enfriar el pastel, lo cortó en pedazos y se los comió con mantequilla y azúcar. Juanito también probó un trozo. Estaba delicioso.

-Es lo mejor que he comido en todo el año -dijo doña Benita- Estoy harta del pan negro. Noto que este pastel me está sentando muy bien.

Tenía mejor aspecto. Se le colorearon las mejillas y empezó casi a sonreír. Juanito, por su parte, después de haber comido su pedazo de pastel, creció tres centímetros.

-Más vale que no sigas comiendo -dijo la señora.

Juanito guardó en el bolsillo el pedazo de arco iris. Ya no quedaba mucho.

Cerca del molino de viento donde vivía, su hermana Marita le salió al encuentro. Tropezó con una piedra, cayó al suelo y se hizo una herida en la pierna. La herida sangraba, y Marita, que sólo tenía cuatro años, empezó a llorar.

-¡Mi pierna! ¡Me duele muchísimo! ¡Por favor, Juanito, ponme una venda, date prisa!

Bueno, ¿qué iba a hacer él? Sacó del bolsillo lo que le quedaba del arco iris y vendó con éste la pierna de Marita. Pero todavía pudo quedarse con un trocito muy pequeñito que sobró.

Marita estaba embelesada viendo el arco iris alrededor de la pierna.

Gritaba...

-¡Es maravilloso! ¡He dejado de sangrar!

Y se marchó bailando para enseñárselo a todo el mundo.

Juanito se quedó tristísimo con la pizca de arco iris que aún le quedaba. Al momento, oyó un susurro, se dio media vuelta y vio los volatines de su amigo, el viento del oeste, vestido de amarillo, marrón y rosa.



-Bueno -dijo el Viento-. ¡El genio de la cascada ya te advirtió que es difícil conservar un arco iris! Y aunque ya no lo tengas, eres un chico con suerte. Puedes oír mi canción y has crecido tres centímetros en un solo día.

-¡Es verdad! -dijo Juanito.

-Abre la mano -le ordenó el viento. Juanito extendió la mano, en la que guardaba el arco iris, y el viento le sopló como se hace con unos tizones para avivar el fuego. Y al soplar, el pedazo de arco iris fue creciendo y creciendo hasta llegar al punto más alto del cielo. No era un arco iris simple, sino que se había convertido en dos, y el de debajo resultaba ser el más grande y brillante que Juanito había visto en su vida. Muchos pájaros se asombraron tanto al verlo, que dejaron de volar y cayeron a tierra o chocaron entre sí en el aire.

El arco iris se deshizo luego y desapareció.

-¡No importa! -dijo el viento-. Habrá otro arco iris mañana. Y si no, la semana próxima.

-Y yo podré tenerlos de nuevo en la mano -dijo Juanito orgullosísimo.